sábado, 17 de marzo de 2012

Desastre Natural Parte 2

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En la calle

_Buenos días señor, ¿me lleva por esta calle a la derecha, a la base de las combis que van para la estación del metro la raza por favor? a ver si ya hay servicio, porque con eso de que traen pleito entre rutas, uno es el perjudicado. _El chofer la mira por el retrovisor. 
_De volada jefa y no se apure, acabo de pasar por ahí y todavía no hay servicio ¿Quiere que la lleve al bulevar? Ahí es más fácil que pesque cualquier transporte, aunque no la lleve hasta la raza pero, con que la deje cerca del metro ya la hizo.
_Pues sí, que remedio, gracias.

El taxi acelera y pasa frente a la escuela secundaria donde cursa el segundo grado la hija de Margarita que, sorprendida, observa que aún entran alumnos por la puerta que ya casi se cierra. Enojada, comprende que debió esperar hasta el último momento antes que dejar que su hija perdiera un día de clases y ese sentimiento de culpa la acompañará por el resto del día.
Sumida en sus propios pensamientos no se da cuenta de las insistentes miradas que le dirige el chofer por el espejo retrovisor.
_¿A trabajar jefecita? 
Le inquiere a manera de provocar una conversación. Margarita descubre los risueños ojos de su interlocutor y le responde con voz autómata e impersonal.
_¿Eh? Ah, sí, me deja pasando la calle. Gracias. 
Una vez en la acera, reflexiona para sí misma: _¡Qué tal con estos tipos! ya se creen protagonistas de las canciones de Arjona, ¡pobres tarugos!
Y es que Margarita era una mujer en plenitud, la madurez alcanzada lograba reflejar en su rostro la aceptación que sentía por su persona. De tez blanca y luminosa, su figura pequeña en realidad, parecía no necesitar más encanto del que poseía; su natural gracia no menguó después de la maternidad, a pesar de que sus hijos mayores ya cursaban la universidad, el conjunto resultante irradiaba un halo de frescura y jovialidad.
 
Después de unos minutos, aborda un microbús buscando con la mirada si tiene asientos disponibles al mismo tiempo que saca de su bolso unas monedas para pagar al conductor el importe de su pasaje.
-Al metro de Indios Verdes, por favor.
 Sin esperar respuesta se acomoda rápidamente en un lugar junto al pasillo, acomoda su bolso y demás pertenencias sobre sus rodillas y atisba con el rabillo del ojo los titulares del periódico de su compañero de asiento:
“DECLARA FOX GUERRA SIN CUARTEL CONTRA LA CORRUPCIÓN” “RUDOLPH GIULIANI ASESORA AL GOBIERNO DEL D. F. EN MATERIA DE DELINCUENCIA” “GANA EL DÓLAR .03 CENTAVOS AL PESO MEXICANO”
Sin dar muestras de querer enterarse de más detalles, busca entre su bolso algunos cosméticos y prepara el consabido ritual de belleza, que se convierte en todo un alarde de equilibrio y precisión, entre tumbo y tope hasta llegar a la autopista federal por la que circula habitualmente el transporte de pasajeros por alrededor de 20 minutos y antes de llegar al final del camino de cuota, se convierte literalmente en un embudo que mantiene la circulación a cuentagotas hasta la estación del metro.

Cientos de personas llegan de la misma forma a la ciudad de México y Margarita se confunde entre los que al igual que ella, transitan diariamente por los diferentes accesos a la gran capital.
Conforme se acerca a los andenes del tren que la llevará a su destino, repara en las columnas de fierro, recién colocadas para reforzamiento del techo del subterráneo, y en algunas otras modificaciones que ha sufrido la estructura de la estación a lo largo de los más de veinte años desde su construcción, y que provocadas por el ininterrumpido ritmo de los miles de usuarios, le añaden un singular aspecto urbano.

El reloj electrónico del andén marca las 8:30 Margarita mira el suyo y compara la hora. Gracias a la separación de vagones por género y edad que opera en el metro durante las horas llamadas “pico”, sufre menos apretujones en los que se destinan exclusivamente para mujeres y niños y agradece no tener que viajar “salvaguardando su integridad”. 

Como viajera habitual, trata de aprovechar el trayecto con la lectura, pero sin dejar de observar, de tanto en tanto, la compleja diversidad de usuarios que suben y bajan en cada estación: Universitarios cargados de sueños y mochilas, ancianos que se abren paso trabajosamente entre burócratas con el tedio reflejado en el rostro, bebés colgando de los brazos de sus apuradas madres, jóvenes mujeres con gafete de identificación de alguna empresa, mujeres en plena sesión de maquillaje, y el niño vendedor, que clandestinamente saca de una bolsa de plástico (porque todo el mundo en el metro de la ciudad de México carga una bolsa de plástico) pastillas para el aliento y goma de mascar sin azúcar. Todo esto matizado con la inesperada irrupción de un trovador solitario que, con guitarra en mano (en el mejor de los casos), amenaza con taladrar los oídos de los pasajeros con más de una interpretación antes de ofrecer disculpas y pedir unas monedas para sobrevivir, al mismo tiempo que sofoca con su canto el sonido del altavoz que reconviene  amablemente: “Por favor, permita el libre cierre de puertas. . . gracias”.
Margarita cierra su libro y se acerca a la puerta, preparándose  para bajar en la estación Balderas. Reconoce que el camino se hizo corto pero le queda el tiempo justo para llegar a la clínica de especialidades del ISSSTE, ubicada en la Colonia Doctores y se dirige hacia la salida.

Ya en la calle de Niños Héroes, una vez más consulta su reloj y decide realizar caminando por el lado sombreado de la calle el trayecto final. Mientras avanza, la ciudad completamente despierta, deja sentir su vitalidad mediante la diversidad de olores que emanan de los puestos de fritangas dispuestos a lado y lado de la acera, mezclados con la perfumada estela de aguas de colonia (piratas a juzgar por la intensidad aromática) de los comensales que, de camino a los juzgados de la Procuraduría General de Justicia o a sus diferentes actividades, se detienen a tomar un rápido, barato y grasiento almuerzo, en medio del bullicio de los automóviles y de los pregones de los vendedores ambulantes.

Margarita suspira involuntariamente, como queriendo atrapar en sus pulmones todos los aromas de los sabores de los que pudiera ser capaz de disfrutar. -Es una pena que tenga que ir en ayuno total al laboratorio de análisis clínicos  -piensa y se resigna - de cualquier forma, tampoco puedo comer nada. . . (Corrige) bueno, nada que me guste.
Ojalá que haya servido de algo el sacrificio y que para esta prueba haya logrado bajar el nivel de glucosa y triglicéridos ¡Como si fuera tan fácil sustituir estas maravillas por lechuga y pollo hervido! ¡No señor, no se puede cambiar en un mes toda una vida de sabor, claro que no!_

La entrada a la unidad médica y subir las gastadas escaleras de mármol la rescatan del suplicio de los olores de la calle pero, la envuelven en otro menos agradable pero inconfundible, el olor a hospital, a desinfectantes y medicamentos. Después de subir al segundo piso se dirige a la recepción.
_Buenos días, señorita. _Sonríe_ Tengo cita en el laboratorio para una muestra de sangre.
_Buenos días. _Le responde secamente la recepcionista_ La orden para laboratorio y su libreta de citas, por favor.
_Aquí tiene. _Saca los documentos de su bolso_ ¿Es todo?

_Tome asiento y espere a que la llamen. _Le dice la recepcionista sin levantar los ojos del cuaderno de control donde escribe algo ininteligible.
_Gracias. _Observa que la sala de espera está saturada de pacientes y permanece de pie, leyendo las recomendaciones médicas y los carteles pegados a las paredes. Recuerda entonces el libro dentro de su bolso y su mirada se ilumina, esbozando una ligera sonrisa se dirige a la ventana más cercana para obtener una mejor iluminación y se dispone a reanudar la lectura mientras le llega el turno de pasar al laboratorio.

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